Una mañana oscura y con pocas previsiones de mejora. La lluvia se deslizaba incesante por la ventana de mi cuarto. No es precisamente uno de mis fenómenos meteorológicos predilectos, aunque nunca llueve a gusto de todos. Al fin y al cabo, uno no puede modificar el clima a su antojo, tenga o no ínfulas de científico malvado. Con todo esto, algo bueno tiene la lluvia, y es que me anima a escuchar música. Da igual el estilo, de modo que aquella mañana me decidí por el rock progresivo, algo en lo que todavía en aquellos tiempos no era santo de mi devoción.
Ya me habían encandilado unos tal Genesis y Emerson, Lake & Palmer, y me encontré con unos coetáneos un tanto escondidos, Camel, cuyo nombre poco sugería a la imaginación. Nada que ver con la realidad, pues poco después pasó a formar parte de mi triada magnífica del progresivo.
El álbum que elegí, Mirage, (espejismo, hermosa palabra por cierto) comenzó a sonar, y lo primero que me agradó de él fue que su fantástica y nítida producción suplía con creces mis cacharreros altavoces. La sobria y elegante superposición de elementos musicales se iba sucediendo sin previo aviso pero sin el más leve indicio de discordancia en el primer tema, «Freefall», donde lo que menos importa, pese a casi no aparecer… o puede que precisamente por eso, era la voz, interpretada por Peter Bardens, el también suministrador de unos teclados nítidos y cristalinos, tan frágiles y etéreos como su famoso espejismo. Sin embargo, esto no era un espejismo, eso lo estaban demostrando con creces. ¿O quizá lo era y yo no lo creía? He ahí la gracia.
Si en el primer tema me habían encandilado, aunque sin perder velocidad y potencia, en el segundo, «Supertwister», la flauta de Andrew Latimer provocó que ese encandile adoptase la forma de embeleso. Y es que conseguir que uno se quede mirando al techo con la boca abierta de estupor no es fácil. Sé que habría sido mejor cambiar el homogéneo techo de mi casa por un tapiz de estrellas, pero las cosas normalmente no se presentan como uno quiere.
Lo mismo consiguió la siguiente, la suite «Nimrodel/The Procession/The White Rider» con su sugestiva introducción y con un instrumento bastante raro (yo apostaría por algo llamado mini Moog, que según los créditos toca Peter Bardens en este álbum… o quizá un tal Mellotrón, esta ya me suena más por King Crimson, pero a saber). A la intro le sigue un in crescendo al más puro medievo, flauta y tamboritos incluidos, que alargan la liviana sensación de fluidez de la canción para unirla a la delicada voz de Latimer, quien con su guitarra y la ayuda de los aparatos sintetizadores de Bardens y la increible base rítmica consigue hacer que el tiempo se detenga durante unos 9 minutos de pura magia sinfónica. No es por descartar las teorías de Einstein, pero lo que ralentiza el tiempo no tiene por qué ser precisamente acercarse a la velocidad de la luz, sino acercarse a esta música.
Poco se puede añadir de la siguiente «Earthrise» que no haya dicho, pues si las melodías son distintas, la sensación de solidez y elegancia del álbum se mantiene constante, aunque aquí aderezada con un poco más de velocidad secundada por una magnífica línea de bajo de Doug Ferguson (la canción donde más destaca), y la incansable batería de Andy Ward.
Sí que hay que añadir, y mucho, en la última canción del álbum, gran bastión del que defiende la indestructible leyenda de Camel. Esa es la maravillosa suite «Lady Fantasy: Encounter/Smiles for You/Lady Fantasy». Espectacular y sensible, epítome de la grandeza del rock progresivo/sinfónico. Para evitar romper su belleza, me callaré y dejaré simplemente que el que no la conozca lo haga.
Schopenhauer decía que el mundo no es sino música hecha realidad. ¿Un espejismo, quizá? Habremos de darle la razón, porque Camel consiguen crear un mundo de su música, consiguen sustantivar lo vacuo, rehacer lo deshecho, alcanzar lo abstracto. Porque toda la vida es sueño, pero esto, no lo es.
lıllı ((((̲̅̅●̲̲̅̅̅̅=̲̲̅̅̅̅●̲̅̅)))) ıllı Genial!