Lunes. Coger un tren de madrugada. Dormirse. Despertarse a las 8:30 aturdido, como por un presagio. La danza macabra a ritmo de posts desencadena el funesto tablón de Facebook. Aún sin haber abierto del todo los ojos, sin distinguir la traqueteante realidad del mundo onírico, se dibuja la silueta del sueño eterno. David Bowie ha muerto.
Las lágrimas fluyen y erosionan mis mejillas. Cómo olvidar aquellas conversaciones familiares sobre el Duque Blanco. Cómo olvidar aquellas clases de guitarra, cuya teoría comenzaba a entender gracias a Ziggy. Y cómo olvidar aquellas tardes de júbilo junto a mi amigo Jose Luis mientras nos deleitábamos, con nuestros oídos ultra progresivos y clásicos, al escuchar las extravagancias del hombre de las estrellas y sus arañas marcianas.
Porque parece que a Spreading the Sound se nos ha encomendado la tarea de bordar sudarios, a modo de homenaje poético, de todos aquellos artistas y músicos que han tenido una gran influencia en nosotros en este último año de publicaciones. Estamos, sin duda, en una época oscura, la muerte de una estrella musical que empezó a iluminar a partir de los años 60 y que se consolidó a mediados de los años 90. Una época en la que el arte y la cultura imperante estaba muy ligada a vidas peligrosas, de riesgo y de sustancias que, según pensaban ellos, lograban la transcendencia y el acceso a otros umbrales de existencia.
Tal es la historia, como otras tantas, de David Jones, un tipo que creyendo ser David Bowie, se convirtió en David Bowie, la leyenda que es hoy. Un personaje, que más allá de transgredir los límites de lo moral y provocar el vómito mental de las clases sociales más refinadas y retrógradas, generó y contribuyó ampliamente ya no sólo a la música, sino al arte en general. No sólo como pionero y consolidador del género glam-rock, sino como contribuyente a una naciente escena implosiva de la música en los años 70, partiendo de la música progresiva, folk-rock y glam, a meterse de lleno en las nuevas corrientes new-wave, post-punk o electrónica. Enorme contribuyente inconsciente, también, al blues moderno como descubridor de un guitarrista que, ni más ni menos, se trata de Steven Ray Vaughan; o con la multitud de colaboraciones como la de Queen, Iggy Pop, John Lennon o Mick Jagger, entre otros. También, con el formato de disco conceptual, cuya variedad de temas que van desde la ciencia ficción hasta el ocultismo, pasando por cuestiones filosóficas y sociales, dieron una vuelta de tuerca más a la cultura emergente de las últimas décadas del siglo XX.
Los arroyos, convertidos ahora en torrentes de efluvios nostálgicos y crepusculares cargados de admiración y asombro, han inundado los medios de comunicación en esta pasada semana. No estando al margen, me he sumido en un redescubrimiento de su figura en todas sus facetas artísticas. Así que, a pesar de que «Starman» es una de mis canciones favoritas y de la enigmática publicación de «Blackstar» (que cubriremos en un próximo artículo), he decidido elegir “I’d Rather be High”, canción de su anterior álbum «The Next Day«, donde a dos años de morir nos seguía retratando la silueta de su vida, con una elegancia de clavicordio, que incita a rememorar las pasiones de la juventud. Un cambio de tono a mitad del estribillo que sugiere la muerte, la muerte ante una vida estéril, senil y solitaria, corolarios de una vida fundada en la consecución de lo establecido.
El hombre de las estrellas, convertido en polvo de estrellas, el Duque Blanco, ya surca en su odisea espacial junto a compañeros de viaje como Lemmy, quienes a nosotros, desdichados por sus pérdidas, nos hacen sentir afortunados, afortunados de poder disfrutar de la música de estos genios que han dado cuerpo y alma en tales y excelsas melodías. Y también de seguir sus más que sensatos consejos que, como algunos grandes sabios del siglo XX han postulado, afirman que la salvación a veces se encuentra en no salvarse.