Celtic Frost – Cold Lake

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La profecía decía así: “sin negativa reseña, años cinco habrás de cumplir, y en sacra gloria, en solemne recogimiento, el cielo, eterno, para ti, Juanra, se abrirá”. Al principio sospeché por varios motivos de la falsedad del ambiguo augurio. En primer lugar, porque no rimaba, y las profecías suelen rimar. En segundo lugar, porque en aquel epifánico momento, hace ahora exactamente cinco años, yo no hacía reseñas, y por último, porque mi nombre no era Juanra, ni tampoco lo es ahora. No obstante, y pese a no llamarme Juanra, quiero hacer que la profecía se cumpla.

(Voz en off) – Y así, Seruli, el crítico silencioso, el escritor vigilante, el reseñante oscuro, se propuso el reto de escribir sobre algo cuya infamia fuera de todos sabida, su indignidad probada, con el objetivo de hacer ver al lector otra perspectiva, cambiar la imagen negativa que siempre ha tenido el disco y así cumplir con la ancestral profecía. De una vez por todas. Por los restos. Para siempre. Jamás.

Sería muy fácil desinflarlo todo, decir que me he vuelto a poner con Cold Lake de Celtic Frost y que no hay manera. Decir que habrán corrido ríos de tinta sobre esto, pero que aún así no veo ningún punto en contra para no hacer leña del árbol caído, porque yo escribo sobre lo que quiero. Sería muy fácil decir que sí, que es lamentable pero tendré que dejar a un lado mis sueños de invicto positivismo, rendirme al trágico pathos y aceptar la derrota, acabando con esta longeva racha de reseñas positivas. ¡Pero no, eso jamás ocurrirá!

Para no acabar con la costumbre de escribir tres párrafos sin hablar nada sobre la banda, empezamos ahora. Celtic Frost fue una banda de metal extremo, uno de los precursores del black metal, formada en el 84 en Suiza tras la disolución de la excepcional y excepcionalmente efímera Hellhammer cuando el guitarrista y voceras Tom Fischer (Warrior) y el bajista Martin Ain decidieron seguir repartiendo panes y ostias a partes iguales por este melindroso mundo falto del buen y dulce metal. Prácticamente fue coronada tras su segundo disco, To Mega Therion (1985), como los putos reyes del mambo, y con razón. Su siguiente LP, Into the Pandemonium (1987), no hizo sino reafirmar su derecho divino al trono.

Tras una corta disolución y un cambio de formación –entre los caídos se contaba el bajista Martin Ain por Curt Bryant, que volvió más tarde, o el batería Reed Mark por Stephen Priestly–, surgió el vapuleado Cold Lake (1988), cuyo estilo cambió hacia un heavy metal  –pese a la etiqueta de glam que se le suele otorgar al ver a nuestros bochornosos protagonistas pelando la pava en la contraportada– que perdió toda la garra y la irresistible vehemencia de sus anteriores placas. Ciertamente cuanto más se sube más riesgo hay de partirse los cuernos, y el batacazo tras estar en la cumbre no podía ser sino digno de Ícaro, cuyo planchazo dicen que fue escuchado desde China.  Eso fue el Cold Lake, del cual ya no pudieron recuperarse, pues es bien sabido que la memoria colectiva del ser humano suele ser muy corta, en comparación con su rencor.

En definitiva, treinta años después, cuando las aguas ya están calmas, aquí viene un señor a recordar al pobrecico Cold Lake, a decir sus cosas malas, que fueron bastantes, pero también sus cosas buenas, que algunas fueron. Me ceñiré, eso sí, en la medida de lo posible, únicamente a las canciones que este disco contiene por no comparar caquis con kiwis, sin irme por las ramas y divagar más sobre el majestuoso pasado de esta banda. Vamos, no me lo creo ni yo.

He dicho que no quería comparar, y efectivamente era mentira, dado que puedo imaginarme –porque no viví la época, pero sí soy muy empático– lo que fue escuchar la horrible introducción “Human”, seguida del comedido corte “Seduce Me Tonight”, el cual te regala ese “uh” tan propio de la banda, como los que teníamos en temas como “The Usurper” o “Fainted Eyes”, para luego encontrarse con un tema que no conservaba ni un ápice de la furia y la pasión de aquellos. Puedo imaginármelo, pero sinceramente, no me parece un mal tema, qué le vamos a hacer. El ritmo te hace mover el pie, el riff es entretenido y la voz tiene algunas líneas pegadizas, sobre todo en el estribillo.

“Petty Obsession” comienza con un riff interesante que propicia otro “uh” de marras. Parece que se tomaron en serio solo ese aspecto de su música, porque por otro lado esto está tan caramelizado que poco o nada tiene que ver con su sonido anterior. Por no hablar de ese adefesio de estribillo y el tono de absoluta desgana con la que suena la voz de nuestro otrora aguerrido Warrior, rendido aquí a los desmanes del pelo cardado. La que sí que tiene algo más que ver y surge más intensa y agresiva es “(Once) They were Eagles”, con una base rítmica galopante y potente, y unas maneras a las que se les pueden poner pocas pegas. Al igual que “Cherry Orchids”, que pese al nombre y a que esté dedicada a Marilyn Monroe, es más thrash que un cubo de basura, pero la voz de Warrior le aporta un toque absurdo difícil de digerir. Voy a dejar aquí un vídeo de archivo con una advertencia: no miréis a los ojos a Tom… puede dejaros secuelas.

¿Estoy oyendo un “uh”? Ah, no, perdón, es un “eh”. Es “Juices Like Wine” amigos, divertida y dinámica, con un gran trabajo guitarrero. El problema vuelve de nuevo en “Little Velvet” donde Mr. Tom se lleva de nuevo la palma al mal gusto. Si es que parece que cante mal a propósito. Perdón, Me he expresado mal, obviamente canta así a propósito, pero el caso es que debió gustarle en un primer momento, antes de oírse cuando ya estaba grabado y masterizado y decir que… bueno, que ya no había remedio. Mal, mal. El dedo acusador, enhiesto y raudo, se dirige precipitadamente hacia ellos, esquiva por los pelos la olvidable y ya repetitiva y aburrida “Blood on Kisses” y es finalmente derrotado por la magnífica “Downtown Hanoi”, intensa y cambiante, derrochando clase con riffs cautivadores y esta vez sí con Warrior muy acertado al micrófono. Sin duda lo mejor del álbum.

Queda ya poco y no muy bueno para acabar. Llega “Dance Sleazy”, que nos trae un buen ramalazo de velocidad en los riffs, aunque totalmente desperdiciada, siendo uno de los cortes más aburridos del disco. Guitarras y base rítmica repetitivas y voz desganada. Nada que hacer. “Roses Without Thorns” eleva un pelín el listón sin llegar a entregarnos algo que merezca demasiado la pena. Algún que otro cambio interesante, un par de armonías vocales más arriesgadas y unas guitarras más trabajadas, pero nada que salve al álbum de decadencia.

¿Y bien? Yo creo que he defendido el ruedo lo mejor que he podido, y es que sinceramente se pueden rascar cosas chulas de este LP. Está claro que las comparaciones son odiosas, y en este caso el coste fue elevado, pues aunque el posterior trabajo de estudio Vanity/Nemesis (1990) intentó alzar el vuelo y limpiar las cenizas tras la hecatombe nuclear, la tierra siguió llagada y yerma, y la separación fue inevitable. Ya en los 2000, Fischer y Ain volvieron a formar la banda y a sacar un nuevo disco muy interesante, Monotheist (2006) y retomando la costumbre, volvieron a disolverse, porque no hay nada peor que las costumbres.

Hasta aquí esta bella historia de amor. Para esos amantes fervientes de los resúmenes o para los que solo hayan entrado a leer el último párrafo –peripatético comportamiento, por cierto– vamos a hacer una escueta síntesis del presente documento. Me cuesta escribir tan raro, pero todo por vosotros. Básicamente, este es un disco medianamente regulero. La música es en ciertos puntos repetitiva, y en otros se vuelve interesante; hay melodías feas, y otras que levantan el nivel, y algunos riffs trabajados y otros que desearías no haber escuchado. De todos modos, la comparación con el pasado de la banda es lo que peor lleva este disco, y es que si me dices que esto no es de Celtic Frost, pues yo me lo creo.

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